Fuente: http://www.stuff.co.nz/national/9574440/Would-be-rescuers-losing-their-lives
Traducción de Luis Miguel Pascual.
CALEB STARRENBURG, SEAN WILLIS/Fairfax NZ
Era el final de la tarde del 4 de Enero de 2009 cuando Sonny Fai, defensa de los New Zealand Warriors, se ahogó en la playa de Bethells mientras intentaba salvar a su hermano de 13 años. Su hermano consiguió llegar a la orilla, pero el cuerpo de Fai nunca se encontró. Tres años después, Peter Apappa, de 54 años, se ahogó mientras rescataba a su hijo y su sobrino, que se encontraban en peligro mientras recogían moluscos en la playa Te Puna de Tauranga. Los dos niños, ayudados por Apappa, llegaron ilesos a la playa.
El pasado 4 de Noviembre, durante la celebración de una boda en la playa de Iwitea y ante toda la familia, Sage Smith de 22 años y su sobrino Kustom Blandford de 7, murieron ahogados en un intento desesperado de salvar la vida de Ocean, la hermana de Kustom, quien sí sobrevivió.
En Nueva Zelanda, se están perdiendo vidas con una trágica frecuencia, al intentar rescatar a un ahogado, con frecuencia un familiar o un allegado. Entre 1980 y 2012, un total de 81 personas se ahogaron al intentar un rescate. El fenómeno está tan extendido que se conoce como Sindrome AVIR, (por las iniciales del inglés: «Aquatic Victim Instead of Rescuer»; Víctima Acuática en Lugar del Rescatador).
Sólo en 2012, seis neozelandeses perdieron la vida en un intento de rescate, incluyendo a Zebedee Pua, de 15 años, que perdió la vida al ayudar a una niña en la playa de O’Neills de la costa oeste de Auckland y Peter Lewis, de 59 años, que trataba de salvar a su perro en el lago de Auckland.
La situación es similar en Australia, dónde entre 1992 y 2010, se ahogaron 103 personas en circunstancias similares. En tres de cada cuatro casos, la persona que intentaban rescatar se salvó.
Que se puede hacer para prevenir que estos rescatadores casuales pierdan sus vidas es un gran dilema para los expertos. El reto es doble: además que desde niños se los guía para actuar de manera altruista en situaciones de vida o muerte, tenemos una tendencia a sobrestimar nuestras habilidades en el agua, mientras minusvaloramos el riesgo que representa un rescate. Igualmente desconcertante de entender es por qué la víctima a menudo sobrevive, y el rescatador fallece.
John Pearn, pediatra en el Royal Children’s Hospital de Brisbane, y Richard Franklin miembro investigador de la Royal Lifesaving Society en Australia, fueron los primeros en estudiar el síndrome AVIR y el autor de «El impulso de rescatar». Explican que nuestros impulsos altruistas se aprenden primariamente cuando niños y se refuerzan en la vida adulta.
«Todas las sociedades alaban el altruismo y el coraje. En la Commonwealth, las naciones otorga su mayor distinción, la «Cruz Victoria» y la «Cruz George» a aquellos que intentan salvar la vida de otros encarando un riesgo de muerte».
Este «Impulso de rescatar«, afirma, es particularmente fuerte cuando afecta a la familia. «En estos casos, la sangre es más fuerte que el agua», explica la psicólogo Sara Chatwin, «cuando las emociones y los lazos familiares se unen con la necesidad de actuar, el impulso se hace mayor y más urgente.
Pearn y Franklin creen que debemos aceptar que es virtualmente imposible contener este reflejo de rescate. En su lugar, afirman, debemos enfocar nuestra energía en proporcionar a las personas las habilidades necesarias que se necesitan para hacer un rescate con seguridad.
«Es importante darse cuenta de que ningún Socorrista entrenado hará un rescate sin su material de rescate flotante», dice Teresa Stanley, de WaterSafe Auckland. Una persona que se ahoga intentará agarrarse instintivamente para poder salir y respirar y si lo hace con el rescatador puede sumergirlo y ponerle en peligro.
Stanley cree firmemente que en las clases de natación, todos los niños y padres deben aprender habilidades básicas de seguridad en el medio acuático, incluyendo la capacidad de rescatar a otros sin poner sus vidas en peligro.
Es necesario promover rescates sin contacto con la víctima, ayudándose de elementos flotantes, afirma, lo que incluye intentar alcanzar a una persona desde un lugar seguro utilizando una rama o lanzando una cuerda o salvavidas o una ayuda flotante improvisada y, sólo como último recurso, intentar un rescate con una tabla de surf o una canoa. Esta técnica se conoce como: Alcanzar-Arrojar-Remar.
El Dr. Kevin Moran, Profesor de la Universidad de Auckland, lleva más de una década estudiando las conductas y actitudes de los neozelandeses en relación con el agua. Como co-autor de: «Disposición para Rescatar: La percepción de los testigos presenciales de su capacidad para responder en una emergencia por ahogamiento«, explica que las habilidades de natación y rescate se han venido incluyendo tradicionalmente como componentes del currículo formativo de la educación física en la escuela. Por el contrario, afirma, se ha hecho muy poco esfuerzo en evaluar si estos contenidos nos proporcionan la formación adecuada para intentar un rescate acuático.
Una encuesta de ámbito nacional entre los jóvenes de Nueva Zelanda, publicada en 2008, encontró que uno de cada tres consideraban que no tenían habilidades para intentar un rescate y más de la mitad expresaron dudas sobre su capacidad para hacer un rescate en el mar.
El pasado año, Moran encuestó a los participantes en el Festival Pasifika sobre cómo reaccionarían si vieran una persona en peligro en el agua. Los resultados, detallados en el artículo citado, son preocupantes. Sólo el 30% de los encuestados contestaron que intentarían alcanzar un objeto flotante a la víctima y casi la mitad afirmaron que entrarían en el agua para intentar un rescate, incluyendo más de la tercera parte de aquellos que respondieron que no eran capaces de nadar 100 metros.
«Esto sugiere que cuanto menos capaz sea una persona de realizar un rescate, estará en mayor riesgo de ahogarse por no saber reconocer sus limitaciones».
Es alarmante, dice Moran, que la opción menos elegida por los encuestados, usar un recurso flotante, se considera que es la mejor actuación en la mayoría de los rescates en aguas abiertas.
Mientras el equipamiento público de rescate no está tan presente en Nueva Zelanda como en otros países, WaterSafe Auckland trabaja para instalar salvavidas en las áreas de mayor riesgo, explica Stanley. «En los últimos cinco años hemos llevado a cabo el proyecto «Angel Rings«, instalando salvavidas para incrementar la seguridad entre los pescadores que utilizan las zonas rocosas. Ya se han usado con éxito para salvar a pescadores que han caído de las rocas y también hemos instalado algunos en las zonas costeras de Auckland».
Pero si proteger a los rescatadores del ahogamiento requiere entender realmente el comportamiento humano, además de mejor educación, incluyendo la difusión de las técnicas de rescate sin contacto con la víctima, ello no responde a la pregunta de por qué la primera víctima, es decir, la persona que necesita ayuda y precipita el rescate, a menudo sobrevive mientras que su rescatador no.
La teoría más comúnmente aceptada es que los rescatadores se agotan mientras intentan alcanzar y soportar a la víctima que se debate en el agua y que posiblemente sumerge al rescatador en un intento instintivo de mantenerse a flote.
Nuevas investigaciones sobre las corrientes de resaca, responsables de la mayoría de los incidentes en nuestras costas pueden también ofrecer algunas claves. Si fotografiamos una corriente de resaca, lo más probable es que veamos una larga lengua de agua, moviéndose hacia dentro del mar. Sin embargo, esta visión convencional se ha sacudido en los últimos años gracias a las investigaciones Jamie MacMahan, profesor de oceanografía de la Escuela de Postgrado Naval de California.
MacMahan colocó GPS flotantes en las corrientes y trazó sus trayectorias, descubriendo que se asemejan más a remolinos que circulan a través de las olas. Su investigación concluyó que si una persona atrapada en una corriente de resaca es capaz de mantenerse a flote en el agua, «hay un 90% de posibilidades de que sea devuelta a la orilla en aproximadamente tres minutos». Su experimentos con GPS para trazar las corrientes se han repetido en Nueva Zelanda con resultados similares. Esto podría explicar por qué los rescatadores que se agotan mientras sujetan a una víctima agitada se ahogan, mientras que la víctima es devuelta a aguas someras con vida.
Por supuesto, no todos los rescates realizados por los testigos fortuitos acaban en tragedia. El 3 de Febrero de 2014, Brendon Pooley, de Pukeoke estaba en la playa de Kariotahi con su mujer y sus cuatro hijos, fue abordado por una adolescente aterrorizada porque dos de sus amigos estaban atrapados en una corriente de resaca. Su primera respuesta fue enviar a por ayuda, su mujer condujo hasta un lugar en dónde tener cobertura con el teléfono y contactó con el servicio de emergencias. Mientras tanto, Pooley entró en el agua con la tabla de bodyboard de uno de sus hijos y tras 20 minutos de búsqueda logró alcanzarlos. Uno consiguió llegar a la orilla por sí mismo mientras Pooley ayudó con su tabla al segundo, ya exhausto.
A la larga, asegurar que más rescatadores eventuales como Pooley sobreviven, significará que estamos enriqueciendo a los neozelandeses con el conocimiento y la capacidad de tomar decisiones correctas en situaciones críticas en el agua, afirma Stanley.
Caleb Starrenburg es un escritor freelance y pertenece de la patrulla de Socorrismo en la playa de Bethells de Ackland. @cstarrenburg
© Fairfax NZ News
http://www.stuff.co.nz/national/9574440/Would-be-rescuers-losing-their-lives
Would-be rescuers losing their live
CALEB STARRENBURG, SEAN WILLIS/Fairfax NZ
In the late afternoon of January 4, 2009, New Zealand Warriors back-rower Sonny Fai drowned at Bethells Beach while saving his 13-year-old brother. Fai’s body was never found; his brother made it to shore safely. Three years later, 54-year-old Peter Apaapa drowned while rescuing his son and nephew, who got into trouble collecting pipi at Te Puna beach in Tauranga. The children, assisted by Apappa, made their way back to shallow water unharmed. On November 4 last year, as family members gathered in Hawke’s Bay to celebrate a wedding, Sage Smith, 22, and his nephew, 7-year-old Kustom Blandford, drowned during a desperate attempt to save Kustom’s sister, Ocean, from the surf at Iwitea beach. Ocean survived.
Rescuers are losing their lives while saving a drowning person – often a relative – with tragic frequency in New Zealand. Between 1980 and 2012, 81 people drowned while attempting a rescue. The phenomenon is so widespread it is referred to as aquatic victim-instead-of-rescuer, or AVIR, syndrome.
In 2012 alone, six New Zealanders drowned while performing a rescue – they include 15-year-old Zebedee Pua, who lost his life as he helped a young girl to shore at O’Neills Beach on Auckland’s west coast, and 59-year-old Peter Lewis who drowned while trying to save his dog from an Auckland lake.
The situation is similar in Australia, where between 1992 and 2010, 103 people drowned while attempting to save a life. In three-quarters of these cases, the person they had been attempting to rescue survived.
What can be done to prevent rescuers sacrificing their lives has proven a dilemma for water safety experts. The challenges are twofold – not only are we wired from a young age to act altruistically in these sorts of life-and-death situations, but we have a tendency to overestimate our ability in the water, while underestimating the danger it poses. Equally perplexingly to understand is why the person being rescued so often survives when their rescuer does not.
John Pearn, senior paediatrician at Royal Children’s Hospital in Brisbane, and Richard Franklin, senior research fellow at the Royal Lifesaving Society in Australia, pioneered study into AVIR syndrome and are authors of «The Impulse to Rescue». They explain our altruistic impulses are learned primarily in childhood and further reinforced in adult life. «Every society lauds altruism and courage. In the British Commonwealth, nations bestow their highest accolades, the Victoria Cross and the George Cross, upon those who attempt to save the lives of others in the face of mortal risk.»
This «rescue impulse» is particularly strong, they say, when it comes to family. «It is a case of ‘blood being thicker than water’,» explains psychologist Sara Chatwin, who says when emotional and family connections are coupled with the need to act, the driving force becomes greater and more urgent. Pearn and Franklin believe we must accept it is virtually impossible to counter the reflex to rescue. Instead, they say, we should focus our energy on giving people the skills they need to perform a rescue safely.
«It’s important to recognise no trained lifeguard would ever perform a rescue without a flotation device,» says Teresa Stanley of WaterSafe Auckland. This is because a drowning person will instinctively clutch at and even push underwater their would-be saviour. Alongside swimming lessons, all children and parents should be learning basic water safety skills, including the ability to rescue others without putting themselves in danger, Stanley believes.
We need to be promoting non-contact rescues using buoyancy aids, she says. This can include trying to reach a person from a safe place on land using a tree branch, throwing a rope, life preserver or improvised buoyancy aid, and as a last resort attempting a rescue on a surfboard or paddle craft. This is often referred to as the Reach, Throw, Row approach.
Dr Kevin Moran, a principal lecturer at the University of Auckland, has spent more than a decade researching New Zealanders’ behaviour and attitudes around water. The co-author of «Readiness to Rescue: Bystander Perceptions of Their Capacity to Respond in a Drowning Emergency«, he explains rescue skills have traditionally been taught within the swimming and lifesaving component of schools’ physical education syllabus. However, he says little effort has been put into assessing whether this syllabus has properly equipped the public to engage in safe rescues. A nationwide water safety survey of New Zealand youth, published in 2008, found one third considered they had no rescue ability, and more than half expressed doubts about their ability to perform a surf rescue.
Moran recently surveyed people gathered at the annual Pasifika Festival, asking how they would react if they saw someone struggling in the water. The findings – detailed in Readiness to Rescue – are concerning. Only 30 per cent of those surveyed said they would try to get a flotation device to a victim, and almost half indicated they would jump in and attempt a rescue. This included more than one third who reported they could not swim 100 metres.
«This suggests the least-capable would-be rescuers may be at greater risk of drowning by failing to recognise their limitations». Alarmingly, says Moran, the least frequently indicated response, using a flotation device, would be the best course of action in most open water situations.
While public rescue equipment is not as prevalent in New Zealand as in some other countries, WaterSafe Auckland has been working to install rescue buoyancy aids in high-risk areas, Stanley says. «For the last five years we have installed Angel Rings on Auckland’s West Coast to promote safety for rock fishers,» Stanley says. «These have already been used successfully to save fishers washed off the rocks. There are now some around the Auckland waterfront as well.»
But if preventing rescuers from drowning requires a realistic understanding of human behaviour, alongside better education, including the promotion of non-contact rescues skills, it doesn’t answer the question of why the primary victim – the person who needed saving – so often survives when their rescuer does not. The most commonly held theory is that people are exhausting themselves while attempting to reach and support struggling swimmers, who then push their rescuer underwater in an involuntary effort to stay afloat.
New research into rip currents, responsible for the majority of drowning incidents on our beaches, may also provide clues. Picture a rip current, and chances are you’ll envisage a long plume of water, rolling out to sea.
However, this conventional view of a rip has been shaken up in recent years by the work of oceanography professor Jamie MacMahan, from the Naval Postgraduate School in California.
By placing floating GPS units in rips and tracking their progress on a laptop, MacMahan discovered the currents more closely resemble whirlpools that circulate through the surf. His research concluded if you tread water «there’s a 90 per cent chance of being returned to shore within about three minutes». His experiments with GPS trackers have since been repeated in New Zealand, with similar results. This may explain why rescuers who tire themselves supporting a struggling swimmer drown before the initial victim is circulated safely back to shallow water.
Of course, not all bystander rescues result in tragedy. On February 3 last year, Pukekohe father-of-four Brendon Pooley saved two men from the surf at Kariotahi beach. Pooley was preparing to leave the beach with his wife and children at around 7.30pm when he was approached by a panicked teenager. Two of the teen’s friends had been swept out to sea in a rip.
Pooley’s first response was to send for help. His wife drove to the top of a hill to find reception on her phone and contacted emergency services. Pooley meanwhile entered the water with one of his children’s bodyboards. After 20 minutes searching in the dark he was able to reach the missing men. One was able to make his own way back to shore, while Pooley assisted the second exhausted man using his bodyboard as flotation.
Ultimately, ensuring more rescuers such as Pooley survive means arming New Zealanders with the knowledge and critical thinking skills required to make correct decisions around water, Stanley says.
Caleb Starrenburg is a freelance writer and member of Bethells Beach Surf Life Saving Patrol in Auckland
© Fairfax NZ News
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